miércoles, 4 de febrero de 2009

Cuestiones de Vagabundeo.

Esta vez no escribo, me quedo sumido en las palabras que escribe mi tío a colación de su personaje en el contexto social e histórica.



Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber… estaba desnudo y me vestisteis (Mateo 25 – 35 y 36)

En todo pobre, en todo mendigo está Cristo.
Los judíos, al poner la mesa en las grandes festividades, colocan un cubierto de más a la cabecera. El Mesías podría llegar en cualquier momento, y quizá hambriento.
Desconozco si en las religiones panteístas y paganas se invita a la caridad; quiero creer que sí pues, al margen de lo espiritual, toda religión es contención del caos, organización de apetitos e instintos –cuando no represión- y voluntad de suavizar las costumbres, en definitiva civilización.
El cristianismo, la religión que ha informado Europa, reivindica y exalta la mendicidad: San Alexis viviendo bajo la escalera de lo que le dan de comer; San Julián Hospitalario calentando con su cuerpo desnudo al mendigo leproso; Francisco y los franciscanos, orden mendicante, que, por no poseer, ni siquiera el basto hábito que los cubre les pertenece.
La caridad se ejerce en primer lugar con el pobre. En la cultura laica, caridad se traduce por solidaridad y se la inscribe en un contexto político-social de lucha contra la miseria y contra la desigualdad y por la justicia e igualdad de oportunidades. Una sociedad que no haya erradicado el hambre es una sociedad muy menguada. Dice San Anselmo que al pobre no se le da, sino que se le restituye. Caridad y solidar
George Orwell entrega una parte de su vida, de manera voluntaria, al mundo áspero, desnudo y a la intemperie del vagabundeo. En el Blow up de Antonioni, el fotógrafo protagonista se ha disfrazado de pobre para obtener así, mejor y de más cerca, con vistas a un reportaje gráfico, instantáneas del sub-mundo urbano. Investigación moral personal en el primer caso. Disfraz profesional en el otro. En ambos, herederos modernos de Diógenes el Cínico, por muy loable y arrojada que sea la conducta orwelliana, hay artificio, casi pose intelectual; sí, porque no han sido los avatares de la existencia los que los han empujado a abrazar la vida del azotacalles miserable, del gallofero, sino que, precisamente porque se amparan en una decisión libre, ambos están facultados , por su formación y por su salud mental, a abandonarla en cualquier momento y reintegrarse, a voluntad, en el mundo del trabajo. Se trata en definitiva de una decisión reversible. En la vida del auténtico vagabundo, no hay posibilidad de vuelta atrás.



Sin embargo, a pesar ade que nadie se atrevería a poner en tela de juicio los conceptos morales de la caridad-amor o de la solidaridad, el vagabundo causa rechazo, tanto físico por su falta de aseo y desaliño exacerbados, como social pues no es un pobre cualquiera ya que se ha colocado completamente al margen de la sociedad y de las relaciones de producción; además su salud mental zozobra, contribuyendo a ello poderosamente el alcoholismo, estigma al que está prácticamente condenado a la postre, al menos en un alto porcentaje de casos. Y así, en gran medida, su acusada presencia física, desmentida por su ausencia mental, nos impone, suscitando en nosotros el temor.
El vagabundo, pues, más que el pobre a secas, nos coloca ante una contradicción moral, genera en nosotros una tensión y un problema prácticamente insolubles. Aunque deseemos ayudarle, sus características psíquicas rechazan e imposibilitan toda ayuda; si bien deseemos reintegrarle, él es absolutamente irrecuperable. No puede ni quiere volver a la comunidad humana, aunque no pueda desprenderse del todo de ella pues su conducta de supervivencia es ineludiblemente parásita.
El vagabundo es solipsismo radical en lo social y en lo mental. El vagabundo es pura soledad y por ello infunde miedo. Como los locos y la locura.
El vagabundo representa todo aquello que queremos conjurar y que, sin embargo, a todos nos está reservado, esto es la desnudez, el desvalimiento, la fragilidad, la vulnerabilidad, la soledad extrema y absoluta, el irse deshaciendo poco a poco, consumiéndose y desapareciendo, en definitiva la muerte.

En un delicadísimo poema en prosa, Baudelaire habla de la soledad del miserable y, si no voy errado, de cómo con la soledad de un perro errante, juntándolas, ambos, hombre y animal, harán una casi compañía. Creo que incluso esto, la casi compañía, al auténtico vagabundo, le queda fuera del alcance de la mano.

En este cortometraje no habrá más que un protagonista; no puede ser de otro modo. El único personaje vaga solo por un mundo habitado, pero rozándolo, sin entablar nunca auténtica conversación con él pues su permanente soliloquio se lo impide. El vagabundo verdadero es esencialmente transmundano.

Dice Ortega que el vagabundo es personaje internacional: el de Moscú, el de Québec, el de Tokio, el de Madrid, visten de la misma manera, exhiben el mismo enmarañado y grasiento despeinado, caminan de idéntico modo vencido, gastan un mismo olor. Es cierto. El vagabundo es más internacional, más igual que incluso el loco.

¿Por qué se es vagabundo? Por razones sociales, laborales, psíquicas, afectivas… Este corto no indaga al respecto. El actor que lo interpreta habrá de saberlo, conocerá su por qué y su pasado, y actuará en consecuencia. Nosotros no podemos penetrar en él, en su invencible, indómita locura, en su reivindicación desesperadamente solitaria de la libertad negativa, ajena al prójimo, indefensa, autodestructiva, desesperanzada, nihilista, arisca, estéril, ausente.

Mariano Aguirre